shutterstock_239403670.jpg
Fresque de Fernando Daza représentant Gabriela Mistral © Toniflap - Shutterstock.com.jpg

Colonización y escritura temprana

Las excavaciones en el yacimiento de Monte Verde I, iniciadas en 1997, parecen confirmar una presencia humana en Chile que se remonta a 33.000 años antes de Cristo, una cifra que hace soñar. Las dos tribus notorias que lucharon por repartirse el territorio ancestral, los mapuches y los incas, carecían de lengua escrita, por lo que de momento hay que confiar en la tradición oral para rastrear su destino. Sin embargo, los historiadores siguen preguntándose por el significado de las cuerdas anudadas (quipus) que se han encontrado milagrosamente, y que podrían ser mucho más que simples datos contables. La circunnavegación del globo por Fernando de Magallanes entre 1519 y 1522, que le llevó a descubrir el país en 1520, estuvo bien documentada, gracias sobre todo a la presencia de testigos que transcribieron sus recuerdos. El relato de Antonio Pigafetta fue reeditado en 2018 en una excelente edición crítica de Chandeigne. En 1535, los conquistadores españoles intentaron establecer una colonia en suelo chileno. Su primer intento fracasó, pero el segundo, al año siguiente, les llevó a la victoria... a costa de violentas batallas con las poblaciones indígenas. La historia de este largo conflicto, conocido como la Guerra de Arauco, inspiró al madrileño Alonso de Ercilla para escribir un largo poema épico, La Araucana (1569). En este texto en tres partes, que se ha convertido en una referencia a ambos lados del Atlántico, el escritor se permite sin duda algunas aproximaciones y vuelos de fantasía, entregándose al lirismo a pesar de haber sido testigo de los hechos. El valor literario y etnográfico de sus versos no es menos indiscutible. En respuesta, García Hurtado de Mendoza, un militar español que se había sentido insultado por las palabras de Alonso de Ercilla, encargó a Pedro de Oña, nacido en Angol en 1570, que escribiera otro poema que lo retratara mucho mejor: Arauco Domado (1596), que curiosamente se refiere a menudo a la mitología grecorromana. Esta obra es, sin embargo, la primera escrita por un poeta nacido en suelo chileno.

Junto a los conquistadores y los poetas, participaron en la colonización figuras religiosas que también tomaron la pluma, siguiendo el ejemplo de Alonso de Ovalle, que publicó Historica relacion del reyno de Chile en 1646, y Diego de Rosales, que publicó Historia general del Reino de Chile en 1674. Esta corriente específica adquirirá una dimensión femenina y adoptará varias formas: autobiográfica con Sor Úrsula Suárez(Relación autobiográfica, 1732), epistolar con Sor Josefa de los Dolores(Espistolario de Sor Dolores Peña y Lillo (Chile, 1763-1769), correspondencia recopilada en 2008), e incluso poética con Sor Tadea de San Joaquín(Relación de la inundación que hizo el río Mapocho, 1783). Fue con el sacerdote Camilo Henríquez (1769-1825) cuando las letras empezaron realmente a salir al exterior. Inspirándose en los filósofos de la Ilustración, lo que le causó algunos problemas con la Inquisición, que le interrogaba sobre sus lecturas, el sacerdote publicó bajo seudónimo un ensayo en el que abogaba por la independencia de su país(Proclama de Quirino Lemachez), pero sobre todo dio a Chile su primer periódico, La Aurora de Chile, cuyo primer número apareció el 13 de febrero de 1812... y el último en 1813, ya que fue rápidamente censurado.

Romanticismo y realismo

Después de la independencia, declarada el 12 de febrero de 1818 por Bernardo O'Higgins y lograda plenamente el 14 de enero de 1826 tras la Batalla de Bellavista, la literatura comenzó a abrazar el Romanticismo, movimiento que muchas veces tuvo un matiz nacionalista, o en todo caso se confundió con la búsqueda de una identidad común. En Chile, este proceso se dividió en tres periodos, el primero de los cuales fue la Generación de 1837, de corte costumbrista. La protagonizan Mercedes Marín Solar, una mujer culta que instaló una sala de lectura en su casa, y José Joaquín Vallejo, más conocido por su apodo de Jotabeche. En varios títulos, entre ellos El Copiapino, que fundó en 1845 en su ciudad natal, Copiapó, publicó pintorescas escenas de la vida rural y divertidos retratos de sus conciudadanos. La Sociedad Literaria, fundada en 1842, renegó de este sesgo tradicional, incluso conservador, y abogó por la crítica social como vehículo de cambio. Estos intelectuales, unidos en torno a José Victorino Lastarria, aspiraban a la emancipación cultural, que creían que conduciría a la emancipación política, mediante el fortalecimiento de la educación y la construcción de una literatura nacional. Los debates, a veces acalorados, en los que participaban el argentino Domingo Sarmiento y el venezolano Andrés Bello, se desarrollaban en las páginas del periódico El Semanario de Santiago, que, entre cuestiones léxicas y jurídicas, publicaba también El Campanario, drama humano y social de Salvador Sanfuentes. Como reacción, o como es lógico, el realismo cerró este ciclo de exploración romántica.

El precursor, y uno de sus más eminentes representantes, fue sin duda Alberto Blest Gana (1830-1920), cuya novela Martín Rivas (1862) le valió el título de padre de la literatura chilena. Diplomático que había vivido en Londres y París (está enterrado en Père-Lachaise), conocedor de la literatura francesa y gran admirador de Balzac, dio a su héroe un falso aire de Rastignac, describiendo a un joven provinciano sin dinero que se instala en la capital, Santiago, en 1850. La obra de Blest Gana es mucho más extensa, aunque éste sea el único texto que se ha traducido a nuestro idioma (y ahora está desgraciadamente agotado en La Fosse aux ours), ya que incluye también Durante la Reconquista (1897), gran fresco político, Los Trasplantados (1904), sátira de la alta sociedad, y El Loco Estero (1909), inspirado en sus recuerdos de infancia.

El movimiento realista se diversificó y continuó hasta mediados del siglo XX. Entre ellos figuran el dramaturgo Daniel Barros Grez (1834-1904) y sus estudios y fábulas, Luis Orrego Luco (1866-1948), que se opuso a la aparición de la sociedad capitalista en una serie de novelas(Escenas de la vida en Chile, Recuerdos del tiempo viejo), y Baldomero Lillo (1867-1923), adalid del realismo social cuya colección Subterra se centra en la difícil situación de los mineros del carbón. Tampoco hay que olvidar a Augusto Halmar (1882-1950), aunque a menudo se ha restado importancia a su influencia. Naturalista, fue portavoz de la sórdida belleza del barrio de Yungay en Juana Lucero, publicado en 1902, y colaborador -como Eduardo Barrios, Premio Nacional de Literatura en 1946- de la revista Zig-Zag, pero sobre todo fue uno de los iniciadores delimaginismo. Este movimiento nació en oposición al criollismo, liderado por Mariano Latorre, cuya vocación documentalista era implicar al lector en una reflexión sobre la vida rural.El imaginismo, por el contrario, abogaba por la ligereza y la emoción, permitiéndose todas las libertades. Un vasto programa que se descubrió en la revista Letras, fundada en 1928 por Hernán del Solar, que se dedicó a la literatura infantil, Luis Enrique Délano, autor del notable poemario El Pescador de estrellas, y Salvador Reyes Figueroa, que nunca dejó de evocar el mar en sus escritos. Publicada en 2022, la novela Limpia , de la ensayista Alia Trabucco Zerán, marcó el año literario chileno a través de la historia de Estela, una joven que abandona la ciudad por el campo.

Poesía y política

A principios del siglo XX, el renacimiento rimó también con la poesía. Pedro Prado (1886-1952) experimentó con el verso libre en Flores de cardo (1908), al que siguió la prosa poética en La Casa abandonada en 1912. A este hombre le gustaba mezclar géneros, como volvió a demostrar en 1915 cuando creó el grupo Los Diez, que reunía a diez (y muchos más) artistas que trabajaban en todos los campos. Más sorprendente aún, en el espacio de 15 años, Chile fue testigo del nacimiento de cuatro poetas de inmenso talento que dejaron su huella en el alma del país: Gabriela Mistral (1889-1957), Vicente Huidobro (1893-1948), Pablo de Rokha (1895-1968) y Pablo Neruda (1904-1973). Debido a los caprichos de la traducción, los tres primeros son sin duda demasiado poco conocidos en nuestros países. Sin embargo, Gabriela Mistral, que creció en el seno de una familia modesta en la región de Coquimbo, se dio a conocer ya en 1914 tras participar en los Jeux Floraux de Santiago, y alcanzó la fama en 1922 con la publicación de Desolación. Su larga carrera de viajes y compromisos le valió el Premio Nobel de Literatura en 1945. Será comprensible olvidar su verdadero nombre, abandonado en favor de un seudónimo que rinde homenaje a dos escritores, uno italiano y el otro occitano, pero sería una pena no recoger la antología De désolation en tendresse (publicada por Caractères), que canta al amor maternal, a la infancia y a la muerte. Menos clásico, Vicente Huidobro lo era sin duda, y su estilo, que juega con la métrica y la puntuación, lo confirma. Cercano a los surrealistas y modernistas con los que se codeó en Chile, Argentina y Francia, se le atribuye el movimiento creacionista. Sus Manifiestos (1925) pueden leerse en Indigo, que ha tenido la buena idea de reeditar varias de sus obras. El vanguardista Pablo de Rokha es sin duda el más misterioso, y probablemente el más complejo, y aunque su bibliografía incluye una veintena de títulos, sólo uno puede leerse en francés: Complainte du vieux mâle, publicado por la editorial bruselense Lettre volée. La historia ha recordado, sin embargo, su temperamento volcánico y el odio visceral que sentía por Pablo Neruda, con quien compartía el mismo gusto por la política. El compromiso era una segunda naturaleza para Neruda, y hoy es casi seguro que le costó la vida. Segundo Premio Nobel de Literatura chileno (1971), el hombre se descubrió a sí mismo a través de su autobiografía(J'avoue que j'ai vécu, Folio), el poeta se admiró en numerosas colecciones(La Centaine d'amour y Chant général publicadas por Gallimard, Tes pieds je les touche dans l'ombre publicada por Seghers, Chanson de geste publicada por Temps des Cerises, etc.)

La política también influyó en la literatura. La llegada del Frente Popular dio lugar a la Generación de 1938, encabezada por Nicomède Guzman(Los Hombres oscuros, La sangre y la esperanza), seguido de cerca por Gonzalo Drago(Cobre, La Esperanza no se extingue) y Francisco Coloane(Cap Horn, Naufrages, publicado por Libretto). Mientras que la novela se conoce como neocriollismo, la poesía se conoce como La Mandrágora, nombre del colectivo fundado por los poetas surrealistas Braulino Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa. Evidentemente, el golpe de Estado de 1973 supuso la sentencia de muerte para esta efervescencia, pero en modo alguno marcó la desaparición de escritores de talento que, aunque exiliados o encarcelados, nunca dejaron de regalar al mundo textos excepcionales. Entre ellos, el increíble Roberto Bolaño, cuyas obras completas(2666, Les Détectives sauvages, Le Troisième Reich, etc.) reedita Éditions de l'Olivier, y Luis Sepúlveda, autor de culto de El viejo que leía novelas románticas (Éditions Métailié), fallecido en 2020. Más recientemente, cabe destacar el libro Piñen, publicado en 2019 por la joven autora Daniela Catrileo, que narra tres historias sobre la vida cotidiana de los mapuches que viven en la periferia de las ciudades chilenas. Poético y político.