Lenguas ancestrales

El continente sudamericano no esperó a la colonización española para ver el desarrollo de grandes civilizaciones. Numerosos pueblos han habitado lo que hoy es Bolivia, cuyo territorio se fusionó entonces con el de Perú, ya fueran los Tiwanaku que recorrían las orillas del lago Titicaca, o los Huaris que les sucedieron, y aunque los más conocidos siguen siendo los Incas que sufrieron de lleno la llegada de los colonos que desembarcaron por primera vez en 1525 e iniciaron su conquista en 1539. Estos indígenas hablaban varias lenguas, dos de las cuales -la coloquial y la oficial- siguen siendo utilizadas en la actualidad por un gran número de hablantes: el quechua y el aimara. Éstas encabezan la lista -junto con el español, por supuesto- de las casi cincuenta lenguas reconocidas hoy por las autoridades.

En aquella época, la escritura fue sustituida por los quipus, una versión muy elaborada del famoso nudo del pañuelo. Si bien este sistema de cuerdas anudadas ha permitido descifrar todas las destinadas a censos (poblaciones, existencias, deudas, etc.), los investigadores sospechan que otras ocultan mucho más, que sirvieron como crónicas históricas o incluso como textos legales. Por el momento, el misterio permanece. La tradición oral era sin duda importante para todo lo que se refería a los mitos, y aunque la llegada de Pizarro provocó la dolorosa destrucción de una parte del patrimonio cultural, las leyendas fundacionales pudieron sin embargo fijarse por el testimonio de los misioneros y por la gracia de las lenguas supervivientes.

Una de estas leyendas estaba ambientada en el Collasuyo, la más meridional de las cuatro regiones que componían el inmenso imperio inca, y tenía como protagonistas al gobernante Illampu y a su rival Illimani, que lucharon hasta la muerte. Sus descendientes, dos hijos, continuaron la lucha, pero fue con una petición mutua de perdón como expiraron. En su tumba común floreció una flor que simboliza esta reconciliación, la kantuta. Sus colores -rojo, oro y hojas verdes- se han convertido en los de la bandera boliviana.

En quechua también se cantaba el a veces triste amor(yaraví), y se dice que algunos misioneros se enamoraron tanto de esta forma musical que no dudaron en retomarla para añadir versos y propagar su fe. El periodo colonial ha inspirado, por supuesto, crónicas, siendo la más famosa la de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela (1674-1736), quien en Historia de la Villa Imperial de Potosí relata la construcción de esta ciudad dedicada a las minas de plata que hizo fortuna a los españoles y causó la muerte de miles de indígenas. Inacabada en el momento de su muerte, su hijo Diego continuó escribiendo la obra, pero sin conseguir igualar ni la agudeza ni el humanismo de su padre.

Independencia

En el siglo siguiente se inició la lucha por la independencia en 1809, proclamada en 1825 gracias a los hombres de Simón Bolívar, "El Libertador", a quien rinde homenaje el nombre del país. Declinó la presidencia, que recayó en Antonio José de Sucre, quien había demostrado su temeridad al arrebatar Ayacucho a los 9.000 soldados del ejército realista cuando sus tropas eran minoritarias. Esta larga guerra dio origen a un héroe y poeta nacional, Juan Wallparrimachi (1793-1814), cuya breve existencia es objeto de numerosas leyendas, en particular la que le ve luchar con una honda como única arma. Dominaba perfectamente el castellano, pero prefería el quechua, y algunos de sus poemas fueron recogidos por el padre Carlos Felipe Beltrán y publicados anónimamente en 1891, mientras que otros habrían llegado a la canción popular sin que tampoco se le atribuyeran. Su obra, a la que se reconoce una gran sensibilidad, sigue estando en boca de todos. La lengua aymara también empezó a escribirse gracias a Vicente Pazos Silva (1778-1852), un sacerdote que se hizo periodista, alimentado por el fuego de la revolución, y que en 1816 tradujo la declaración de independencia de Argentina y luego, diez años más tarde, una versión del Evangelio de San Marcos. Aunque exiliado en Londres, publicó varias obras sobre su país, en particular Memorias históricas y políticas en 1834.

En poesía, el nacionalismo se hizo romántico en la obra de Ricardo J. Bustamante (1821-1886), "el Príncipe de los poetas", que escribió la letra del Himno a La Paz en una hermosa tarde de julio de 1863, y que encontró su inspiración en el patriotismo. Entre sus obras célebres figuran Vuelta a lapatria, Hispanoaméricalibertada y un drama histórico en verso: Más pudo el suelo que lasangre. En la misma línea, aunque menos comprometida, María Josefa Mujía (1812-1888) comparte su melancolía en los versos que dicta a su hermano Augusto y, tras la muerte de éste, a su sobrino Ricardo. Habiendo perdido la vista a los 14 años, fue un primer poema dedicado a su discapacidad - La Ciega - el que la hizo famosa en 1850 tras su publicación en el periódico Eco de la Opinión. Mujía vivió grandes periodos de angustia tras la muerte de algunos de sus familiares, pero aun así escribió más de 300 poemas, una novela y traducciones de poesía francesa, que la situaron en la lista de los escritores románticos de su siglo.

La proclamación de la independencia no fue sinónimo de estabilidad política, ya que los partidos conservador y liberal se disputaron el poder, y la Guerra del Pacífico (1879-1884) erosionó el territorio boliviano al hacerle perder su salida al mar. De esta efervescencia surgió un escritor, político como muchos de sus coetáneos, Nataniel Aguirre, que dirigió la convención de 1880 y más tarde fue ministro de Relaciones Exteriores. Su texto más conocido es Juan de la Rosa, publicado inicialmente bajo el título Cochabamba: memorias del último soldado de la Independencia en 1885. Más allá del contenido histórico de esta novela, que relata la insurrección contra el Imperio español, su forma, a caballo entre el diario y el testimonio, le confiere un valor original digno del monumento literario en que parece haberse convertido, ya que se la cita regularmente como la obra más representativa de Bolivia.

La época parecía abrirse a una cierta experimentación; prueba de ello, si es que hacía falta alguna, son los poetas que siguieron la corriente del Modernismo, a la que sucumbió incluso Rosendo Villalobos (1859-1940), a pesar de estar muy apegado a los parnasianos. Esta nueva libertad, que no excluía el rigor, permitió a tres talentos en particular hacerse un nombre: Ricardo Jaimes Freyre, el teórico, Gregorio Reynolds, el simbolista, y Franz Tamayo, el solitario. El primero cofundó una Revista de América con su amigo Rubén Darío en Buenos Aires en 1894, que no tuvo muchos números, pero publicó el manifiesto de su movimiento. Éste exponía el deseo de alcanzar la madurez cultural, ensalzaba el amor a la lengua española y abogaba por la búsqueda de la belleza, aunque ello supusiera recurrir a mitologías y métricas antiguas. Reynolds, nacido en Sucre en noviembre de 1882, fue sensible al universo baudelairiano, destacó en el arte del soneto y sobresalió en el teatro lírico. Por último, Tamayo fue una de las principales figuras de la literatura boliviana, aunque siempre se mantuvo al margen de los círculos intelectuales, lo que no ayudó a dar a conocer su obra en su totalidad. Exigente y brillante, impresionó ya en 1898 con sus Odas, y llegó a entregarse a la metafísica y la filosofía en Los nuevos rubayat (1927). Augusto Guzmán (1903-1994), primer crítico literario de Bolivia, elogió su contribución a la literatura. Las mujeres también dejaron su huella, y una al menos fue pionera: Adela Zamudio (1854-1928), ferviente feminista progresista que transmitió sus mensajes a través de la poesía y la novela(Nacer hombre, Noche de fiesta, El velo de la Purísima). El 11 de octubre, fecha de su nacimiento, se celebra el Día Nacional de la Mujer.

Siglos XX y XXI

A principios del siglo XX, la guerra del Chaco contra Paraguay volvió a dividir el territorio boliviano, pero inspiró durante mucho tiempo a escritores como Augusto Céspedes (1904-1997), enviado por el diario El Universal a cubrir el frente. Sus artículos se publicaron en 1975 en una colección con un título claro: Crónicas heroicas de una guerra estúpida. También a través de la escritura de cuentos exorcizó el absurdo de la guerra, como demostró en 1936 en el hermoso Sangre de Mestizos, del que procede su texto más famoso, ElPozo.

Óscar Cerruto fue también periodista, lo que le metió en problemas con la Iglesia cuando sólo tenía 15 años, aunque fueron sus poemas los que le enviaron a la cárcel, sin haber cumplido aún los 30. Se libró por los pelos de ser llamado al servicio militar, lo que no le impidió escribir la que probablemente sea la mejor novela de la Guerra del Chaco: Aluvión de Fuego. Roberto Leitón (1903-1999) abandonó el campo de batalla tras ser herido en 1933 y no publicó La Punta de los 4 degollados hasta diez años después, sin que el ejército confirmara la veracidad del trágico episodio al que se refería. Finalmente, Jesús Lara, luchador de origen indio, se volcaría más tarde en la defensa de la cultura quechua, y en ello sería representante de otra corriente de este siglo, el indianismo, que también llevó Víctor M. Ibáñez, gran defensor de la herencia aymara, que demostró en Chachapuma (El hombre león), u Octavio Campero Echazú, que produjo una obra pintoresca(Amancayas, Voces) inspirada en su ciudad natal, Tarija, por la que fue galardonado póstumamente con el Gran Premio Nacional de Literatura.

La dictadura frenó seriamente las aspiraciones literarias. La poeta Yolanda Bedregal aprovechó un breve paréntesis para publicar la notable Bajo el oscuro en 1971, mientras que Jaime Sáenz, a pesar de sus problemas personales, no interrumpió su incomparable producción surrealista. Otros, finalmente, optaron por el exilio, como Víctor Montoya, que se refugió en Suecia. Desde finales del siglo XX, reina una nueva efervescencia, como lo demuestra la obra de Homero Carvalho Oliva, Edmundo Paz Soldán y Giovanna Rivero.