Statue d'Eugenio Espejo à Quito © Vladimir Korostyshevskiy - Shutterstock.com.jpg
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Statue de Numa Pompilio Llona à Guayaquil © ghaf90ec - iStockphoto.com.jpg

De la colonización a la independencia

1532 no fue un año apacible: el país estaba entonces en llamas y ensangrentado tras la rivalidad entre dos hermanos que se disputaban el territorio. Mientras que Huascar era dueño de la parte sur y había construido Cuzco como su capital, Atahualpa -a quien se le había dado el norte y Quito- no cesó en sus repetidos ataques, antes de caer él mismo en manos del conquistador Francisco Pizarro, quien lo hizo matar al año siguiente. Hasta aquí la realidad que marca el inicio de la colonización del Ecuador, lejos de la ficción que Laurent Binet inventó en la ucronía Civilizaciones (Grasset, 2019) al imaginar que el cruce del Atlántico -y la conquista territorial- se produjo en la otra dirección. Sin embargo, este dramático episodio fue objeto de una crítica... que le costó la cárcel a su autor. Jacinto Collahuazo, un jefe indígena de Otavalo nacido hacia 1670, escribió una crónica de las guerras civiles ecuatorianas, pero no utilizó el español, que le habían enseñado, sino el quechua, su lengua materna. Esto disgustó a los colonos, que lo encarcelaron y ordenaron la destrucción de su obra, un fragmento de la cual -en una traducción al español- fue milagrosamente descubierto varios siglos después: Elegía a la muerte de Atahualpa. Otra literatura apareció con los hombres de la Iglesia, entre los que podemos citar, por ejemplo, a Juan Bautista Aguirre (1725-1786), que probó suerte en la poesía, tanto religiosa como amorosa, o a Juan de Velasco, también nacido en Ecuador dos años después, que escribió Historia del Reino de Quito en la América Meridional

en 1789.

Un giro importante se dio con Eugenio Espejo (1747-1795). De origen mestizo, su infancia dista mucho de ser idílica, pero consiguió seguir sus estudios, primero en el campo de la medicina y luego en el del derecho. Con su agudo intelecto y su sentido crítico, influenciado por la Ilustración, el quiteño pronto se metió en serios problemas por su retrato intransigente de la gobernanza colonial. Manteniendo alianzas con intelectuales de los países vecinos, concretamente de Colombia, Espejo iba a plantar la primera semilla de la independencia. Como escritor satírico, dejó una abundante obra, entre la que destacan el mordaz El nuevo Luciano de Quito, publicado bajo seudónimo, y el aclamado Discurso sobre la necesidad de establecer una sociedad patriótica. También lanzó el primer periódico ecuatoriano, Primicias de la cultura de Quito, que lamentablemente sólo tuvo siete números, prueba de la opresión que sufrió. Por último, sus investigaciones médicas fueron objeto de publicaciones que nos recuerdan que su época también fue testigo de una famosa expedición científica, la del francés Charles Marie de La Condamine a Ecuador de 1735 a 1743 con el objetivo de demostrar, de acuerdo con la teoría de Isaac Newton, que la Tierra no era perfectamente redonda. A principios del siglo siguiente, en 1835, el naturalista Charles Darwin partió hacia las islas Galápagos, pero eso es otra historia en su Journal de bord du voyage du Beagle

(publicado por Honoré Champion). Tal y como había previsto Eugenio Espejo, un viento de revuelta y libertad sopló en Ecuador. Se produjeron varios levantamientos en Quito y luego en la Sierra, y aunque los insurgentes fueron derrotados en 1812, el apoyo del boliviano Simón Bolívar y el poder de la "Gran Colombia" fueron allanando el camino hacia la independencia, que se concedió en 1830. Varios escritores asumieron un papel patriótico, siendo uno de los más reconocidos José Joaquín Olmedo (1780-1847), a quien se suele asociar con el venezolano Andrés Bello (1781-1865) y el cubano José-María de Heredia (1842-1905). Olmedo ocupó altos cargos políticos, pero sus libros fueron el combustible de su lucha. Para ello, optó por adoptar un estilo neoclásico -lejos del romanticismo que entonces conquistaba el continente y al que pertenecían Numa Pompilio Llona y Julio Zaldumbide- utilizando la epinicia, una forma utilizada para glorificar a los atletas en la antigua Grecia. Su poema más conocido es Canto a Bolívar. Juan Montalvo (1832-1889), igual de comprometido e igual de conocido, también dejó su huella en las letras ecuatorianas, sobre todo con sus Siete Tratados (impresos en Besançon en 1883), que recuerdan a las obras de Montaigne, y con sus panfletos, escritos en gran parte en el exilio, punzantes y duros contra el presidente conservador Gabriel García Moreno -cuya pluma dijo que le había matado- y el dictador Ignacio Veintemilla. En 1895 publicó por fin Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, los "capítulos olvidados" del gran escritor español y padre del Quijote, lo que le valió la admiración de sus colegas de todo el mundo. Sin embargo, quien es considerado el primer novelista ecuatoriano es Juan León Mera, quien, además de escribir la letra del himno nacional Salve, Oh Patria, escribió Cumandá o Un drama entre salvajes en 1879.

Una literatura comprometida

Perteneciente al movimiento indigenista, que se preocupa por la condición de los amerindios, Mera sitúa el escenario en el Ecuador del siglo XVIII, donde retrata la relación amorosa entre Cumandá, que da nombre a la novela, y Carlos, y donde -sobre todo- reflexiona sobre la esclavitud y los daños causados por la dominación de los colonos sobre las tribus ancestrales, al tiempo que ensalza la belleza de la naturaleza. Su obra se ha convertido en un clásico y ha sido adaptada muchas veces desde entonces, sobre todo para la ópera y el cine. Al mismo tiempo, Luis Cordero Crespo, un progresista que fue presidente de 1892 a 1895, estaba fascinado por la lengua kichwa, a la que dedicó un diccionario. Mientras el fin de siglo vio crecer el corpus de Remigio Crespo Toral (Mi Poema, 1885; Últimos pensamientos de Bolívar, 1889; Canto a Sucre, 1897), que sería proclamado Poeta Nacional en 1917, el comienzo del siglo XX se adornó con un tinte modernista, que se aprecia especialmente en los poemas de Humberto Fierro (1890-1929), asimilado a la Generación decapitada. Cabe señalar que el vínculo que lo une con los demás miembros de la "generación decapitada" -Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja- radica en que todos ellos optaron por suicidarse. Tras ellos, Hugo Mayo (1895-1988) encarnó el ultraísmo, un movimiento de vanguardia que tuvo poco éxito en Ecuador pero que se hizo un nombre en el extranjero. Por último, el que se hizo indiscutiblemente famoso más allá de las fronteras de su país fue Alfredo Gangotena (1904-1944), que estudió en Francia desde los 16 años. Al haberse propuesto dominar la lengua de su país de adopción, además de su lengua materna, escribió la mayor parte de sus textos en francés. Sus afinidades electivas le pusieron en contacto con los más grandes, desde su compatriota Jorge Carrera Andrade hasta Max Jacob, desde Jean Cocteau hasta Henri Michaux, a quien llevó a recorrer Ecuador, donde el escritor belga escribió su famoso libro, Ecuador, publicado en 1929. Los poemas franceses

de Gangotena se encuentran en dos volúmenes publicados por La Différence.

En literatura, Luis Alfredo Martínez (1869-1909) introdujo el movimiento realista. Nacido en el seno de una familia numerosa, fue expulsado de la escuela por su indisciplina, por lo que su padre decidió hacerle trabajar como agricultor en una de sus granjas. Fue allí donde se convirtió en un escritor en ciernes, y quizás fue allí donde comenzó a desarrollar la idea de A la

costa, considerada su obra maestra. Más allá de la triste historia de Salvador, es un verdadero fresco ecuatoriano el que elabora, lúcido y acerado incluso en su escritura, un mundo alejado del lirismo de Mera.

Si con José de la Cuadra (Los Sangurimas, 1934) el realismo se vuelve mágico, el tono se endurece con ciertos escritores que utilizan su voz para denunciar hechos históricos, Joaquín Gallegos Lara, en Las Cruces sobre el agua, relata la huelga general de 1922 en Guayaquil, y Nelson Estupiñán Bass, que fue preseleccionado para el Premio Nobel de Literatura en 1997, en Cuando los guayacanes florecían, evoca la guerra de guerrillas tras el asesinato del presidente Eloy Alfaro. Por su parte, Jorge Icaza (1906-1978) explora la delicada y dolorosa cuestión de la identidad indígena, sobre todo en L'Homme de Quito, traducido al francés por Albin Michel en 1993, pero ahora lamentablemente agotado, y aún más en Huasipungo, publicado en 1934, novela en la que se ilustran las masacres de las que fueron víctimas las poblaciones indígenas. También hay que mencionar a Alfredo Pareja Díez-Canseco (1908-1993), que también se integró en el Grupo de Guayaquil, cuyas novelas Baldomera y Las tres ratas complementan perfectamente la obra de su hermano mayor, o a Humberto Salvador Guerra (1909-1982), que con En la ciudad he perdido una novela

... demuestra hasta qué punto respondía a las exigencias del realismo social mientras coqueteaba con las vanguardias. Adalberto Ortiz (1914-2003) combinó a la perfección estos dos enfoques gracias a un lenguaje colorista que se desmarcó de los códigos vigentes, lo que le valió el Premio Eugenio Espejo en 1995. Con espíritu de clan, las nuevas generaciones siguen explorando los límites de la literatura, siendo el tzantzismo iniciado por Marco Muñoz y Ulises Estrella un perfecto ejemplo de ello, ya que este grupo reuniría a escritores tan importantes como Jorge Enrique Adoum(Entre Marx y una mujer desnuda, 1976) o Abdón Ubidia(Sueño de lobo, 1986). Otros dejaron su propia huella en la época, como Jorge Dávila Vázquez, que alteró el orden establecido con la atrevida -en forma y contenido- María Joaquina en la vida y en la muerte (1976), o Alicia Yánez Cossió, nacida en 1928, que vivió mucho tiempo en Cuba, pero fue la primera mujer en recibir el Premio Eugenio Espejo (2008) por su poesía(De la sangre y del tiempo) y sus novelas(Bruna, Soroche y los tíos) Con la nueva generación, la literatura ecuatoriana tiende a feminizarse, como demuestra el éxito de María Fernanda Espinosa -que también ocupa el prestigioso cargo de presidenta de la Asamblea General de la ONU-, que recibió el Premio Nacional de Poesía por Caymándote, una colección en la que afinó su poesía medio erótica y medio ecológica. En cuanto a Gabriela Alemán, también representativa de estas nuevas perspectivas, está siendo descubierta por fin en francés gracias a la labor de traducción de la editorial marsellesa L'Atinoir, que ha publicado La Mort siffle un blues, una sorprendente colección de relatos. Por último, Rocío Durán Barba, periodista nacida en Quito en 1956, pero viajera incansable, se ha convertido en una de las mayores portavoces de las preocupaciones contemporáneas de su país natal. Su ensayo Himno a la eterna primavera (Éditions Caractères) se publicó con motivo del bicentenario de la independencia de Ecuador.