Statue de Jose de Anchieta, Sao Paulo © Alf Ribeiro - Shutterstock.com.jpg
Statue du poète Castro Alves, Salvador © David Fadul - Shutterstock.com  .jpg

Mestizaje y escritura temprana

Sería aún más injusto pensar que la literatura brasileña nació cuando el país fue colonizado por los portugueses, ya que se nutrió de la cultura de los pueblos autóctonos, y la lengua de éstos influyó tanto en la de los recién llegados que hoy se acostumbra a distinguir entre brasileña y portuguesa. Cuando Pedro Álvares Cabral regresó a tierra firme en abril de 1500, tras un largo mes en el mar, creyó haber descubierto una isla a la que apodó Ilha de Vera Cruz. Allí conoció a los amerindios, los tupis, divididos en varias tribus. La calurosa acogida que les dispensaron no le hizo perder de vista la persecución que pronto sufrirían cuando la locura del comercio endureció estas relaciones en ciernes, ni su gusto por la carne humana, que Hans Staden, que fue su prisionero tras naufragar en la isla de Saint-Vincent, recuerda en Nus, féroces et anthropophages (Desnudos, feroces y antropófagos), una curiosidad disponible en la fina editorial Métailié.

El primer intercambio, propiamente literario, se produjo a través de los jesuitas, que, deseosos de evangelizar a los indígenas, aprendieron su lengua y la pusieron por escrito, siguiendo el ejemplo de José de Anchieta (1534-1597), que escribió una Gramática tupí y tradujo los textos sagrados. Pero su compromiso iba más allá, ya que deseaba proteger a los indios de los excesos de los colonos, que podrían haberlos alejado de la fe, y les animó a volver a la selva. Una de estas aldeas, que fundaron y en la que convivieron, se convertiría en São Paulo, la mayor ciudad de Sudamérica. Anchienta era también conocido por su afición a la poesía, que escribió en forma de largas epopeyas en latín, las más famosas de las cuales son De Gestis Mendi de Saa, publicada anónimamente en 1563, y De Beata Virgine dei matre, un poema sobre la Virgen. Su colega, Manuel da Nóbrega, también contribuyó a la aparición de la llamada literatura colonialista gracias a las cartas que enviaba a sus superiores, que siguen siendo documentos históricos de primer orden, aunque el entusiasmo que seguía mostrando se fue distanciando de las tristes realidades. Éditions Chandeigne ha publicado una antología de estas correspondencias, típicas de la conquista del Nuevo Mundo, recopiladas por Jean-Claude Laborie y Anne Lima, que hará las delicias de los curiosos.

Nacido en Portugal a principios del siglo XVII, Antonio Vieira estaba destinado a ir a Brasil de joven, ya que su padre trabajaba como secretario en la corte de Bahía. Miembro de las Sagradas Órdenes, sus sermones y posturas políticas le llevaron a viajar de un continente a otro, e incluso le valieron un juicio a manos de la Inquisición. Figura del Barroco, sus Obras Completas -en las que las más de las veces defendió a los indios- figuran entre los grandes clásicos portugueses. Gregório de Matos (1636-1696) siguió los mismos pasos y, como sugiere el sobrenombre de O Boca de Inferno (La Boca del Infierno), compartió el mismo brío que nuestro predicador, dejando tras de sí una poesía muy fina impregnada de una saludable dosis de ironía. Su vida independiente, que no respetaba las reglas del decoro, y su arte de la sátira, con el que denunciaba la corrupción y otras depravaciones, le valieron también un proceso del que, para su orgullo, fue indultado.

Pero el siglo XVIII ya estaba tomando forma, y con él un nuevo movimiento, el arcadianismo, cuyo nombre hace referencia al Peloponeso y aspira así a una estética neoclásica. Su más ferviente exponente es sin duda Tomás Antônio Gonzaga (1744-1810), con su poema Marília de Dirceu, en el que evoca su amor por una brasileña con la que estaba comprometido. Pero no hay que olvidar la importancia de Basílio da Gama, más conocido por su seudónimo Termindo Sipílio, que nació en la colonia en 1740, pero se unió a la Arcadia en Roma. En 1769 escribió un poema épico ambientado en la guerra guaraní, con los indios esclavizados como héroes. O Uruguai es un buen ejemplo del movimiento indigenista, y un presagio de que el Romanticismo que ya se vislumbraba no estaría exento de cierta reivindicación nacionalista.

La búsqueda de una identidad

Esta búsqueda de una identidad específicamente brasileña se vio impulsada por un importante acontecimiento histórico: en 1808, la familia real se trasladó a Brasil, huyendo de la amenaza del ejército de Napoleón, que acababa de invadir Portugal. A partir de entonces, la colonia adquirió un nuevo estatus, y las figuras literarias se beneficiaron del espíritu europeo, que las desafiaba tanto en cuestiones sociales como en la noción de subjetivismo engendrada por el Siglo de las Luces. La ola romántica se extendió y adoptó muchas formas, entre ellas el teatro costumbrista, más bien cómico, en el que destacó Martins Pena, nacido en Río de Janeiro en 1815 y fallecido prematuramente en Lisboa en 1848. Con él se abrió un nuevo camino, con obras totalmente inspiradas en las pequeñas debilidades de su país natal, dejando de imitar los patrones europeos a los que se habían limitado hasta entonces sus coetáneos. También se representaron las tragedias de Gonçalves Días (1823-1864), como Patkull, en la que se entrelazan el amor y la traición, pero este hombre fue más conocido por su poesía, que pretendía ser patriótica y le valió el título de poeta nacional. Unos versos de suCanção do exilio (Canción del exilio), escritos cuando estaba en Coimbra y sentía nostalgia de su tierra natal, se incluyeron en el Hino Nacional Brasileiro: "Nuestros bosques tienen más vida/Nuestra vida en tu seno tiene más amor".

La poesía se convierte en vehículo de sentimientos exaltados hacia la patria, que reivindica su patrimonio y la protección de los diversos pueblos que la componen. Castro Alves, conocido como el Poeta de los Esclavos, proclamó sus ideales abolicionistas, especialmente en Os Escravos y A Cachoeira de Paulo Afonso. El mismo año de su muerte, en 1871, con sólo 24 años, entró en vigor una ley que él había reclamado para regular la esclavitud infantil. También hay que mencionar a Álvares de Azedo (1831-1852), cuya admiración por Lord Byron y el fogonazo de su corta vida personificaron al poeta ultrarromántico, o a Fagundes Varela (1841-1875), que lloró a sus muertos y sublimó su angustia en Cantos e Fantasias (1865). Pero uno de los más influyentes fue sin duda José de Alencar, nacido en Fortaleza en 1829. En 1856 entró en el mundo de la literatura a través de la polémica, criticando duramente, bajo seudónimo, A Confederação dos Tamoios, que Gonçalves de Magalhães (1811-1882), punta de lanza del movimiento romántico y protegido del emperador Pedro II, había concebido como la primera gran epopeya brasileña que volvería a poner al indio en el centro, elevado a la categoría de héroe nacional. Más que el contenido, era la forma lo que Alencar deploraba, convirtiéndose su diatriba en una promesa de la reforma estética que iba a llevar a cabo con la publicación, al año siguiente, de la novela O Guarani, primero como folletín en el Diário do Rio de Janeiro y luego como volumen único. Lo que parecía ser el comienzo de una trilogía -Iracema y Ubirajara se publicaron en 1865 y 1874 respectivamente- le valió la aclamación del público y los elogios de quien se convertiría en el representante del movimiento realista, Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908).

Modernidad

Hijo de padre mulato y madre de origen portugués, Machado nació en el seno de una familia modesta en el mismo momento en que su país veía llegar al poder a un joven de 16 años. Machado apenas era mayor cuando publicó sus primeros poemas, Ela y A Palmeira, en una revista con la ayuda de un librero que le abrió nuevos horizontes intelectuales. Impulsado por el deseo de progresar socialmente, pero también por una temprana pasión por la literatura, el aspirante a escritor primero probó suerte en el teatro, sin éxito, luego se hizo periodista, con mayor éxito, y finalmente funcionario, por seguridad. Los críticos coinciden en que su producción literaria puede dividirse en dos periodos: el primero(Ressurreição en 1872, Helena en 1876, etc.) estuvo influido por el movimiento romántico, del que se liberó para revelar al mundo su verdadera naturaleza de escritor innovador. El segundo período comenzó en 1881 con la publicación de la novela Mémoires posthumes de Brás Cubas (Métailié), que ya contenía un enfoque realista y un carácter psicológico que lo diferenciaban de sus coetáneos y, sobre todo, contrastaban fuertemente, a través de este cuasi-nihilismo, con la sensiblería de las historias sentimentales que había escrito anteriormente. Le siguieron Quincas Borda, en 1891, y Dom Casmurro, en 1899, que le consagraron como paladín del realismo y ejercieron una influencia, a veces insospechada, mucho más allá de los confines del mundo lusófono.

La época también estuvo marcada por el movimiento premodernista, que se manifestó en la obra de Euclides da Cunha (1866-1909), autor de Os Sertões, que narra la guerra de Canudos, en la que participó como corresponsal de prensa, y de Lima Barreto (1881-1922), cuya agudeza para describir la vida de la gente común de Río de Janeiro es indiscutible. Algunos de sus mejores cuentos figuran en la colección L'Homme qui parlait javanais (El hombre que hablaba javanés ), publicada por Editions Chandeigne.

Desde finales del siglo XIX, comenzó a gestarse una revolución literaria que no rehuiría los temas políticos, sino que abogaría por la exploración de nuevas estéticas. En este sentido, los poetas de la "tríada parnasiana" -Alberto de Oliveira, Raimundo Correia y, sobre todo, Olavo Bilac- prefiguraron el desarrollo del movimiento modernista, que alcanzó su apogeo durante la "Semana del 22" -en febrero de 1922-, cuando el arte moderno centró toda la atención. A la vanguardia de este movimiento estaba Mário de Andrade (1893-1945), que en 1928 publicó una obra que sólo puede calificarse de seminal, Macounaima, una novela que utiliza un lenguaje "impuro" pero que también incorpora elementos del folclore brasileño, un viaje que también se hizo en francés gracias al fantástico trabajo editorial de la editorial Cambourakis. Junto a él, Oswald de Andrade (1890-1954) publicó ese mismo año un texto provocador, Le Manifeste anthropophage (El manifiesto antropófago ), en el que llamaba a digerir las culturas extranjeras -en particular las de los colonos- como medio de luchar contra la apropiación. "Sólo me interesa lo que no es mío" podría resumir su credo. La literatura vivió en paralelo a la historia de un país que, a lo largo de este siglo, se vería sometido a muchas turpitudes, golpes de Estado y dictaduras, pero que ahora se mostraba lo suficientemente fuerte en sus propios experimentos como para permitirse evolucionar en distintas direcciones. João Guimarães Rosa utilizó esta libertad en Diadorim (Le Livre de Poche), sin duda una de las obras maestras de Brasil, donde el lenguaje, tan íntimo, sólo es igualado por la universalidad de las cuestiones morales a las que se enfrenta el narrador. Por último, Jorge Amado (1912-2001), que vivió exiliado en Francia, demostrará la riqueza de la literatura brasileña y los viajes que promete: Cacao, Dona Flor et ses deux mari, Le Vieux marin, La Boutique aux miracles, etc.