Mestizaje y creolización

En América del Sur, la literatura no esperó ciertamente a la llegada de los conquistadores para empezar a escribirse, como lo demuestra la obra de Nezahualcóyotl, una extraña poesía que canta a Dios tanto como al destino del Hombre, y que está publicada en francés por Arfuyen. Se dice que el "Coyote Hambriento", hijo del rey de Texcoco, nació en el año Un-Lapin, es decir, 1402 según nuestro calendario, poco más de cien años antes de que los españoles cruzaran el océano y decidieran apoderarse del territorio. Esta colonización tuvo la particularidad de adornarse muy pronto con una voluntad de mestizaje. La Malinche, rebautizada como Doña Marina, ha quedado como símbolo de esta ambigüedad que marcó el destino del país. Esta mujer de origen nahua se entregó a un colono, Hernán Cortés, y tuvo un hijo. Sin embargo, su papel no se limitó a la maternidad, ya que sirvió como intérprete -añadiendo rápidamente el español al náhuatl y el yucateco que ya hablaba- y pronto como consejera de los colonos. Vista alternativamente como una traidora o, por el contrario, como una negociadora que supo proteger a su pueblo, fue también la madre de un pueblo en formación y la traductora, es decir, la persona que ayudó a que las lenguas se mezclaran y a que el proceso de criollización se pusiera en marcha. Conocida por diversos apodos, es hoy una figura mítica que nunca dejará de resurgir en el imaginario popular.

Por el momento, sin embargo, la asimilación cultural seguía siendo una prioridad, al menos para la Iglesia, que fomentó la introducción de una técnica muy reciente, la imprenta, que se consideraba una forma de proporcionar a la población local las herramientas necesarias para convertir a los nativos. La ciudad de México se convirtió así en la primera ciudad de América en la que se imprimió un libro, en 1539. Aunque no se conserva ningún ejemplar de esta edición inaugural, se dice que fue L'Échelle céleste de San Juan Clímaco. Sin embargo, fue el Nuevo Mundo el que inspiró las primeras obras originales, crónicas escritas, por ejemplo, por Fernando Alvarado Tezozómoc, nieto de un emperador azteca, que escribió 110 capítulos sobre el pasado y la conquista del país, o Fernando de Alva Cortés Ixtlilxóchitl, que se interesó por el pueblo tolteca, entre otras muchas cosas. Cultivar la memoria no impide en absoluto la producción de una obra literaria, y Antonio de Saavedra Guzmàn logró esta simbiosis con El Peregrino Indiano, que tuvo el honor de ser el primer poema compuesto en Nueva España que se imprimió en Madrid (1559). Por último, pero no por ello menos importante, la ficción también se introdujo muy pronto en el panorama -la vida cultural era muy rica-, como lo demuestra Juan Ruiz de Alarcón, nacido en el Real de Taxco en octubre de 1581, cuya ambición era dedicarse a su pasión por el teatro, o Juana Inés de la Cruz, nacida a mediados del siglo XVII, que decidió dar la espalda al mundo entrando en las órdenes para poder dedicarse al estudio y a la poesía con tranquilidad.

Independencia

Sin embargo, durante el siglo XVIII, la producción siguió fuertemente influenciada por la península, y no fue hasta principios del siglo XIX cuando tomó forma lo que se convertiría en una verdadera literatura nacional. En cualquier caso, su aparición coincidió con la Guerra de la Independencia (1810-1821) y la publicación de una novela que se considera la primera escrita en Hispanoamérica. Ambas están indudablemente vinculadas. Magistrado caído en desgracia, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) se dedicó al periodismo para mantener a su familia. Resulta complicado interpretar sus piruetas políticas con carácter retroactivo, pero hay que reconocer que los tiempos eran muy complejos y no facilitaron en absoluto la publicación de su obra, que optó por publicar por entregas a partir de 1816. Aunque sin duda era consciente de que la publicación se vería pronto interrumpida por la censura -no se atrevía a abordar el tema de la esclavitud-, probablemente no tuvo tiempo ni ganas de hacerlo -quizá no adivinara que los últimos episodios no llegarían a los lectores hasta 1831, cuatro años después de su muerte. En El Periquillo Sarniento, retrata las andanzas de Pedro Sarmiento en busca de un trabajo que le permita ganarse la vida. Rozando la picaresca, esta novela conquistó a las masas y se ha reeditado desde entonces.

Aunque comienza con la firma del Acta de Independencia en 1822, el siglo XIX no fue en absoluto pacífico, con una guerra tras otra, primero contra España, que intentó una reconquista final, luego contra Estados Unidos, que se anexionó Texas, y finalmente contra Francia por razones financieras. Cuando Porfirio Díaz asumió el poder en 1884, el país estaba en las últimas, y su presidencia terminó con una revolución que comenzó en 1910 y duró diez años. En una palabra, el siglo fue poco propicio para la literatura, pero tuvo una obra importante: Los Mexicanos pintados pos sí mismos. Esta obra colectiva, publicada en 1854 y 1855, se inspiraba en lo que se había hecho en otros lugares de Europa: los autores -entre ellos Hilarión Frías y Soto (1831-1905) y Pantaleón Tovar (1828-1876)- cuestionaban su identidad nacional, volviendo a situar así la figura del mestizo en el centro del debate. Cuando los autores no eran religiosos, como Anastasio María de Ocha y Acuña, cuyas Poesías de un Mexicano aparecieron en Nueva York en 1828, tenían conexiones con círculos políticos, como el dramaturgo y diplomático Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-1851), el periodista y escritor Manuel Payno Flores, particularmente prolífico, y Florencio María de El Castillo (1828-1863), que añadió la escritura de novelas a sus responsabilidades como diputado, al igual que Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893). El romanticismo, introducido tardíamente en México, se combinó con el realismo y se convirtió fácilmente en estudios costumbristas o novelas históricas, como las escritas por Justo Sierra O'Reilly (1814-1861) o Vicente Riva Palacio (1832-1896). Pero el nuevo siglo iba a resultar mucho más innovador.

Modernismo y revolución

En 1894, dos hombres decidieron fundar una revista, La Revista Azul, que revolucionaría la literatura mexicana y se convertiría en portavoz de un nuevo movimiento, el modernismo. El primero fue Manuel Gutiérrez Nájera, nacido en Ciudad de México en 1859 y cirujano en la vida civil. Sin embargo, fue la literatura la que removió su mundo interior desde una edad temprana, y escribió reseñas, así como notas de viaje, poemas y cuentos, que se publicaron en una colección en 1883 con el título de El Duque. Utilizando varios seudónimos en su carrera periodística, Nájera sentía auténtica admiración por los autores europeos, y soñaba con combinar la inspiración de ambos continentes en un solo aliento. Al final de su corta vida, que terminó tras una enfermedad en 1895, su cuerpo fue depositado en el Panteón Francés de su ciudad natal. Su colega, Carlos Díaz Dufoo (1861-1941), nació en Veracruz pero creció en España. A su regreso a México, se dedicó al periodismo y a sus propias obras: obras de teatro, ensayos, biografías y cuentos. La Revista Azul no sobrevivió al año 1896, cuando desapareció el periódico que la albergaba, pero en dos años publicó obras de un centenar de escritores y otros tantos experimentos, así como traducciones de autores franceses. De 1898 a 1903, una segunda revista, La Revista Moderna, tomó el relevo, acogiendo en sus páginas a un sinfín de escritores innovadores, como Luis Gonzaga Urbina, gran poeta y futuro director de la Biblioteca Nacional, José Juan Tablada, que destacó en el arte de los caligramas y las metáforas simbólicas, y Amado Nervo, que se entregó a la melancolía y a su amor por la rima.

Al apagarse el modernismo y encenderse el fuego de la revolución, nació una nueva corriente, que llevaba su nombre y se concretó en la publicación de novelas realistas nutridas de periodismo. Este enfoque casi fotográfico está perfectamente plasmado en Ceux d'en bas(Los de abajo, 1915) de Mariano Azuela, retazos de vida para devorar, publicados por L'Herne, así como en la obra de Alfonso Reyes Ochoa y Martín Luis Guzmán(L'Ombre du Caudillo, publicado por Folio). Mientras Rafael Felipe Muñoz (1899-1972) se apoderaba del mito del revolucionario Pancho Villa en los años veinte, la obra El Gesticulador, de Rodolfo Usigli Wainer, fue censurada en 1938. Ese mismo año se fundó Taller, una publicación periódica que reunía a escritores que exploraban temas sociales. Esta nueva generación de escritores contrasta con sus predecesores, los Contemporáneos publicados en la revista homónima fundada en 1928, preocupados sobre todo por cuestiones estilísticas. Muy pronto surgió un nombre, el de Octavio Paz. La historia aún no lo sabía, pero el joven, nacido en Ciudad de México en 1914, estaba destinado a ganar el Premio Nobel de Literatura en 1990, un galardón que parecía totalmente justificado a la vista del impacto que tuvieron en los años cincuenta su poesía, reunida bajo el título Liberté sur parole, y su ensayo Le Labyrinthe de la solitude. Su obra fue polifacética y nunca dejó de explorar muchas vías poéticas. En cuanto al hombre, se mantuvo fiel a sus convicciones y se implicó en política.

A mediados del siglo XX se publicaron otras dos obras importantes: Al filo del agua (mañana la tormenta) de Agustín Yáñez en 1947, una novela casi alegre que describe la vida de un pequeño pueblo, y Pedro Páramo (publicada por Folio) en 1955, por la que Juan Rulfo ha sido comparado con William Faulkner. Estas nuevas voces -que a veces engloban el movimiento del "indigenismo" pero plantean la cuestión más global de la definición de una identidad nacional, y están teñidas de cierto desencanto- anunciaron el "Boom" de los años sesenta, la explosión de talentos de la que Carlos Fuentes (1928-2012) fue una figura destacada en México. Sus novelas, tanto críticas como políticas, le valieron rápidamente el reconocimiento internacional, y muchas de ellas han sido traducidas al francés por Gallimard(La Frontière de verre, Le Bonheur des familles, L'Instinct d'Inez, etc.). En 1966, José Agustín publicó De Perfil(México mediodía menos cinco, publicado por La Différence) y se convirtió en el instigador de una corriente de contracultura que no dudaba en romper las reglas y utilizar el argot. Por último, en los años 90, fue la obra de Jorge Volpi -nacido en 1968- la que anunció el "Crack", la clara voluntad de una nueva generación de escritores de romper con sus raíces puramente mexicanas y abordar temas más universales.