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A diez kilómetros del pueblo del mismo nombre, las terrazas de sal, ya explotadas por los incas, se aferran sin más a la montaña, donde brillan sus manchas, que oscilan entre el color crema y el blanco inmaculado según la temporada y la explotación de cada cuenca en medio de las montañas ocres. El principio es sencillo: el agua salada que surge de forma natural del suelo se almacena en pequeñas piscinas y, por efecto del sol, la evaporación es tal que la sal sube a la superficie. La sal de Maras es procesada y vendida en los mercados por los lugareños (a los que todavía se puede ver trabajando por la mañana) o exportada internacionalmente. Hay muchos puestos y una tienda en el lugar. Desde julio de 2019, ya no es posible caminar entre las terrazas, sino observarlas desde varias atalayas. Esta medida de protección no debe aplicarse durante los meses en que las terrazas están en reposo (periodo de lluvias, de diciembre a marzo). La explotación no ha cesado desde los incas. Actualmente, las 700 u 800 familias propietarias de los 3.600 estanques están organizadas en una cooperativa. La producción anual total es de entre 160 y 200 toneladas. Las excursiones suelen combinar visitas a Chinchero, Moray y Maras, que están muy cerca unas de otras
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