El cerro de San Fernando, visible desde la autopista a unos diez kilómetros de distancia, es un promontorio de casi 200 m de altura que se extiende a lo largo de 26 hectáreas. Lo primero que llama la atención es su cima cepillada y truncada. La colina, completamente erosionada por más de 200 años de excavaciones de piedra y grava, pagó un alto precio por la urbanización galopante de San Fernando durante la época colonial. El montículo parece sostener la ciudad en un anillo. A su alrededor, los barrios forman un disco, los restos de un big bang de urbanización no planificada, impulsada desde las laderas de la cumbre para extenderse a lo largo del borde costero y acabar posándose en las marismas. La ciudad es laberíntica. Si no fuera por la colina y el mar para orientarse, las calles sinuosas y sin señalizar, todo colinas y cuestas, le harían perder el sentido de la orientación. Uno pensaría que se ha perdido en la India, tan indio es todo aquí. El centro de la ciudad aparece casi por casualidad al final del último meandro de una calle serpenteante. Al deambular, llevado por el curioso ritmo de esta ciudad, india y china en su población, latina en su historia y su proximidad a Venezuela, uno se sumerge de lleno en la mezcla, donde una indolencia casi ecuatorial contrarresta a los personajes más asertivos. Aquí hay muy poco turismo, ya que es visitada sobre todo por su negocio petrolero. Sin embargo, San Fernando es una encrucijada estratégica, que da acceso tanto al Sur Profundo como a la costa Este.

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