Aquí se esconden dos de los rincones más bellos de Martinica. En primer lugar, la península de Caravelle, en cuyo extremo las ruinas del castillo Dubuc se asoman a un impresionante manglar. Luego está La Trinité, de la que depende la península de Caravelle. Desde este auténtico y tranquilo pueblo de pescadores escondido en la cabecera de su bahía, se puede contemplar cómo rompen las olas tras el arrecife de coral. Durante el día, el pueblo vive al ritmo del mercado y sus animadas tiendas, antes de vaciarse poco a poco por la tarde y sumirse en un suave letargo que no resulta desagradable. Es un lugar atractivo desde el que explorar el Atlántico Norte y el centro, hacer senderismo, surf o visitar la última fábrica de azúcar que queda. Los lugareños tienen fama de ser muy acogedores, y se puede aprovechar esta hospitalidad alquilando una habitación en una casa local.

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