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En busca de una identidad nacional

Un país cuyo nombre procede de un poema sólo podía tener un destino decididamente literario, y éste es el caso de Argentina. Se dice que el término, derivado de la palabra latina argentum (dinero), apareció por primera vez en un mapa veneciano en 1536, pero fue el poema homónimo de Martín del Barco, Centenera, famosa epopeya publicada en Lisboa en 1602, el que le dio todo su significado. Reapareció en la letra del himno nacional compuesto por Vicente López y Planes en 1813 y se adoptó definitivamente durante el reinado (1829-1852) del terrible Manuel de Rosas. La República de las Provincias Unidas del Río de la Plata se convirtió así en Federación Argentina, no sin cierta paradoja, ya que la intención del gobernador era concentrar todos los poderes en Buenos Aires en lugar de establecer una confederación. Entre la independencia de España en 1816 y la firma de la Constitución en 1853, el país vivió terribles conflictos internos y fronterizos y una dictadura que obligó a muchos intelectuales a exiliarse, entre ellos dos hombres importantes, Esteban Echeverría y José Mármol. El primero nació en Buenos Aires en 1805 y, a los 21 años, recibió una beca del gobierno de Bernardino Rivadavia para estudiar en París. Un viento romántico sopló en la capital parisina y el joven se trajo a su país esta nueva inspiración, que no se limitaba al estilo o a los temas tratados, sino que incluía también una exaltación utópica que parecía corresponderse tan bien con lo que ocurría al otro lado del Atlántico. A partir de sus reflexiones, Echeverría escribió una novela, Elvira o la Novia del Plata, poemas líricos, el más conocido de los cuales es La Cautiva, y también un ensayo, El dogma socialista. El exilio al que le obligó Rosas le sugirió un relato breve y cruel, ElMatadero. Con ello, tras haber insuflado romanticismo a Argentina, plantó la semilla del naturalismo. José Mármol (1817-1871), también preocupado por el régimen en el poder, se refugió en Montevideo, la capital de Uruguay, y comenzó a publicar su famosa Amalia en 1851 en el periódico local La Tribuna, que se publicó completa tres años más tarde en Buenos Aires. Considerada la primera novela argentina, ficción y realidad se entrelazan hábilmente en esta obra, que refuerza su intención panfletaria contra la dictadura. Así pues, la literatura nacional argentina está enraizada en el exilio y teñida de patriotismo en forma de una figura emblemática, el gaucho, boyero, generalmente de baja condición pero poco inclinado a doblegarse ante la autoridad. En 1845, Domingo Faustino Sarmiento, futuro presidente, exiliado en Chile, se encargó de retrazar la biografía de Juan Facundo Quiroga (1788-1835), caudillo militar y partidario del federalismo, y lo convirtió en paladín de la modernidad, en oposición al gaucho inculto, incapaz de adaptarse al progreso necesario. Este conflicto entre la vida salvaje de la pampa y la fuerza evolutiva de las ciudades, entre barbarie y civilización, se convertirá en un punto central que agitará siempre tanto la conversación como la literatura. Pero el gaucho no siempre es presentado bajo una luz tan obtusa: en el poema burlesco Fausto, de Estanislao del Campo, una obra de teatro se convierte en pretexto para burlarse amablemente del otro, mientras que en la obra de Hilario Ascásubi se convierte en el héroe de un duelo contra el diablo y pasa a formar parte de la leyenda de Santos Vega, que fue retomada por Eduardo Gutiérrez, autor también de Juan Moreira, y luego por Rafael Obligado unos años más tarde. Pero es sobre todo bajo el nombre de Martín Fierro que el gaucho se convierte en mítico. José Hernández cuenta en 1872 y en 1879 las aventuras de un hombre que, habiéndolo perdido todo, se convierte en un forajido que lucha contra todas las injusticias sociales de su país. Su sombra seguiría planeando sobre la literatura argentina hasta principios del siglo XX, convirtiéndose el relato iniciático Don Segundo sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, en un suntuoso canto del cisne y, a su vez, en un clásico de la literatura argentina.

Del realismo a la vanguardia

En el poder, la Generación de 1880, a la que pertenecía Miguel Cané, famoso por su novela autobiográfica Juvenilia, dirigió el país hasta que las revueltas populares condujeron finalmente a la aprobación de la ley Sáenz Peña en 1912, que garantizaba el sufragio universal. En literatura, el final del siglo XIX estuvo marcado por el realismo y el naturalismo, y luego la influencia de Rubén Darío dio un nuevo impulso. Nacido en Nicaragua en 1867, precoz en inteligencia y fama, viajó por el mundo, conoció a sus poetas favoritos en París y se instaló en Buenos Aires, donde publicó algunas de sus mejores obras, entre ellas Proses profanes, que prefiguraba su don para la rima y el ritmo. Las diversas corrientes modernistas que propagó, desde el Parnaso hasta el simbolismo, tuvieron eco en la obra de sus coetáneos. Leopoldo Lugones siguió sus pasos y fue aclamado por Las Montañas del oro (1897), así como por su colección Las fuerzas extrañas (1906), considerada el primer texto argentino de ciencia ficción. Sin embargo, sus opiniones políticas cada vez más extremas dañaron gravemente su imagen y murió en 1938, a los 63 años. Arturo Capdevila (1889-1967) completó el cuadro modernista con su primer poemario, Jardines solos, en 1911. Después probó suerte en el teatro y la prosa con la notable Córdoba del recuerdo, de tintes autobiográficos, y su carrera se vio coronada en tres ocasiones por el Premio Nacional de Literatura y, posteriormente, por el Gran Premio de Honor concedido por la Sociedad Argentina de escritores. Pero los años veinte ya eran sinónimo de vanguardia, y se formaron dos grupos tradicionalmente opuestos, sin duda porque todo los separa. La primera llevaba el nombre de un barrio proletario de Buenos Aires, Boedo, y reunía a autores que ponían su talento al servicio de un compromiso político que iba desde la denuncia de las desigualdades sociales hasta el auge de los totalitarismos. Sería imposible enumerarlos a todos, de Elías Castelnuovo a Álvaro Ynke, de Nicolas Olivaro a Leonidas Barletta, pero centrémonos en uno de los más representativos, Roberto Arlt (1900-1942), que esgrimía tanto un feroz sentido del humor como una "lengua real", es decir, una lengua tal y como se hablaba en la calle, de la que aquí brotaba una palabra italiana o un argot alemán. Las editoriales francesas vuelven a poner a disposición sus escritos, y en 2019 Asphalte publicó un segundo volumen de sus crónicas periodísticas, Eaux-fortes de Buenos Aires, mientras que Cambourakis publicó sus dos obras maestras, Les Sept fous en 2019 y Les Lance-flammes en 2020. La importancia de la obra de Roberto Arlt ha sido subestimada durante mucho tiempo, pero comenzó con una seria desventaja: estar en competencia directa con la punta de lanza del grupo rival, un autor internacionalmente célebre, Jorge Luis Borges. El grupo Florida, que toma su nombre de una hermosa calle peatonal de la capital argentina, se reunió en torno a la revista Martín Fierro, cuyo manifiesto fue firmado por Oliverio Girondo en el cuarto número, el 15 de mayo de 1924. La publicación se declaraba libre de toda influencia, aunque en realidad sus miembros viajaban y, por tanto, estaban influidos por las corrientes europeas, en particular el ultraísmo, que España venía explorando desde 1919. Sin embargo, por una vez, los intercambios iban a ser recíprocos, ya que el éxito estaba por llegar.

De Borges a Elsa Osorio

La revista Martín Fierro se convirtió en un símbolo de aquellos rugientes años veinte, cuando cierto humor burlón no destacaba junto a creaciones estilísticamente audaces, intensos recuerdos de emulsión intelectual, que se vislumbran en la novela, de falso parecido con elUlises de Joyce , que Leopoldo Marechal escribiría unas décadas después (Adán buenosayres, Éditions Grasset). La publicación es ante todo un escaparate para determinados escritores que adquirirán rápidamente una verdadera reputación. Es el caso de Macedinio Fernández, cuyo tratado filosófico Tout n'est pas veille lorsqu'on a les yeux ouverts (Todo no es de noche cuando se tienen los ojos abiertos), se descubre en Rivages, pero sobre todo de un joven que acaba de regresar de un largo viaje al extranjero, José Luis Borges (1899-1986). Si este nombre nos resulta familiar, es porque su obra pertenece a los clásicos mundiales y ofrece un sabor incomparable cercano al realismo mágico latinoamericano. Borges posee una imaginación, una verdadera erudición y un sentido de la concisión que se pueden saborear en su poesía y en sus colecciones de cuentos fantásticos y fantásticos, Ficciones, El libro de arena, El Aleph... Borges alcanzó la escena internacional durante la década de 1950, y fue galardonado con múltiples premios, llegando incluso a ser propuesto para el Premio Nobel de Literatura sin obtenerlo. Fue amigo de Adolfo Bioy Casares, autor de La invención de Morel, en la que un hombre queda varado en una extraña isla no tan desierta, con quien escribió novelas policíacas bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq.

Antes del golpe de Estado que depuso a Juan Perón en 1955, muchos intelectuales habían huido del país, como Julio Cortázar, que se había trasladado a Francia cuatro años antes, y que publicó allí sus mejores textos traducidos, ya que había seguido utilizando su español natal. La inclasificable Marelle (Gallimard, 1963), novela cuyos 155 capítulos numerados permiten dos órdenes de lectura diferentes, tiene un lado lúdico que la asemeja al Oulipo, al que se negó a unirse, pero sigue siendo realista, aunque el autor también incursionó en la fantasía. Cortázar decidió quedarse permanentemente en París, obteniendo incluso la doble nacionalidad unos años antes de su muerte, en 1984. La poetisa Alejandra Pizarnik (1936-1972) disfrutó con él de la capital francesa en los años sesenta, y luego regresó a Buenos Aires para escribir sus versos más hermosos(Extracción de la piedra de la locura, El infierno musical) antes de sucumbir a sus impulsos suicidas. En cuanto a Manuel Puig, fue en México donde encontró refugio en los años setenta y escribió su obra maestra, El beso de la mujer araña, una historia de amor y traición entre dos presos. Una novela que fue llevada al cine con éxito por Héctor Babenco.

En Argentina, a pesar de la inestabilidad política, la literatura sigue ofreciendo bellas páginas. Ernesto Sábato inició un tríptico en 1948 con su novela psicológica El túnel , universalmente aclamada como obra esencial del movimiento existencialista. La completó en 1961 con Héroes y tumbas, y luego en 1974 con El ángel de las tinieblas, tres libros que se descubren en Points. Además, por encargo de la comisión de investigación sobre los desaparecidos durante la "guerra sucia", se hizo eco de los testimonios de las víctimas de los militares de Nunca más en 1985. Un tema que también afectó de cerca a la activista de derechos humanos Elsa Osorio, nacida en Buenos Aires en 1952, que evocó la dictadura en sus dos grandes novelas, Luz ou le temps sauvage en 2000, y Sept nuits d'insomnie 10 años después, dos textos que resonaron internacionalmente a través de múltiples traducciones.