La forma..
A su llegada en 1502, Cristóbal Colón bautizó Honduras, un país que ya estaba poblado desde hacía mucho tiempo. Como suele ocurrir, la primera literatura surgida de este enfrentamiento fue obra de misioneros como el nicaragüense Fernando Espino (c. 1600-1676), que se mezcló con las poblaciones indígenas, aprendiendo su lengua e introduciéndolas en su fe a través de cantos manuscritos. En 1674 publicó en Guatemala Relación verdadera de la reducción de los indios infieles de la provincia de la Taguisgalpa llamados Xicaques. Antonio de Paz y Salgado, considerado hoy el primer escritor hondureño, nació en Tegucigalpa, entonces bajo el dominio de la Capitanía General de Guatemala en el siglo XVIII, aunque no se sabe exactamente cuándo. Una cosa es cierta: su manual satírico, El Mosqueador, que ofrecía remedios y trucos para ahuyentar a los imbéciles, fue muy aclamado. Así que el espíritu estaba ahí, y fue el espíritu el que impregnó la obra de su sucesor, aunque en un registro completamente distinto. El sacerdote José Trinidad Reyes (1797-1855) puede considerarse un digno heredero de la Ilustración: gracias a sus pastorelas -composiciones musicales y poéticas- popularizó el teatro. Ferviente feminista, fue también un excelente pedagogo: fundó la Sociedad del Genio Emprendedor y del Buen Gusto en 1845 e inauguró la Universidad de Honduras dos años más tarde, al tiempo que creaba una biblioteca e importaba material de imprenta. En un plano más político, escribió una Elegía al General don Francisco Ferrera, en la muerte de su hijo Fulgencio, a la que siguieron los poemas Honduras y A la independencia.
Le siguieron Juan Ramón Molina (1875-1908) y Froylán Turcios (1875-1973). El primero siguió en la línea modernista abierta por el nicaragüense Rubén Darío, a quien había conocido en 1890. Aunque hoy algo olvidado, su poesía(El Chele, Tréboles de Navidad, El poema del Optimista) se considera de igual calidad que la de su maestro. El segundo siguió los pasos del italiano Gabriele d'Annunzio (1863-1938), adalid del decadentismo. Como él, favoreció las historias fuertes, a veces violentas(Cuentos del Amor y la Muerte, El Vampiro, El Fantasma Blanco...), y abrió la literatura hondureña a nuevos horizontes. Por último, Lucila Gamero de Medina (1873-1964) no se conformó con ser la primera mujer hondureña en publicar novelas, ya que Blanca Olmedo (1908) se enfrentó a la Iglesia y a la alta sociedad. Una libertad de tono perfectamente acorde con su activismo feminista, pero inaudita en su época.
... hasta el fondo
La realidad empezaba a abrirse paso en la literatura, y el periodista Rafael H. Valle (1891-1959) es tanto más importante si no nos contentamos con elogiarlo por sus crónicas de viajes y biografías(Visión del Perú, Tres pensadores de América, México en el mundo de hoy, etc.), sino si lo situamos en esta vena innovadora. También fue la realidad la que alcanzó a la Generación del 35, pues si bien se le califica de bohemia -adjetivo que no habría disgustado a Clementina Suárez (1902-1992), la "madre de la poesía hondureña", reconocida por su libertad de tono y moral-, también se le conoce como la Generación de la Dictadura, pues se desarrolló bajo Tiburcio Carías Andino. La vanguardia se hizo crítica, pero también se preocupó por dar voz a los más humildes, y así los campesinos hondureños se convirtieron en los personajes centrales del "criollismo", una literatura regionalista con vocación cultural, de la que fue pionero Marcos Carías Reyes (1905-1949). Junto a él, en esta Generación del 35, cabe mencionar también a Claudio Barrera, cuyos escritos son voluntariamente políticos(La pregunta infinita, Fechas de sangre, La liturgia del sueño, etc.)), Argentina Díaz Lozano, que fue preseleccionada para el Premio Nobel en 1974, Óscar Castañeda Batres(Digo el amor, La estrella vulnerada, Madre Honduras), Jacobo Cárcamo, que obtuvo el prestigioso Premio Ramón Rosa en 1955, un año después que Barrera, y por supuesto Alejandro Castro, fundador de la revista Tegucigalpa, que reunió a estos autores. De hecho, fueron muchas las publicaciones cuyas columnas incluían escritos de diverso grado de compromiso, ya que los vínculos entre la prensa y la literatura eran especialmente fuertes en Honduras. Tal vez no sea casualidad que el autor de la novela más famosa de su país destacara en ambos campos y que Prisión verde fuera pionera en el género del realismo social. Ramón Amaya Amador fue periodista, pero antes tuvo varios trabajos precarios, incluido uno en una plantación bananera. De esta experiencia sacó la inspiración para su libro, en el que denuncia las condiciones de trabajo y la adjudicación de tierras a los propietarios más ricos. Escrito durante la dictadura, el libro tuvo que publicarse en el extranjero, y fue también lejos de su país natal donde Amador murió en 1966, a los 50 años, en un accidente de aviación.
Roberto Sosa (1930-2011), cuya reputación internacional también se debe a su capacidad para insuflar nueva vida a la poesía hondureña, también fue un hombre que desafió y denunció. Aunque las relaciones con las autoridades no siempre fueron pacíficas, la literatura pudo florecer a partir de finales del siglo XX, como demuestran las trayectorias de Eduardo Bahr, Julio Escoto, Ernesto Bondy Reyes y Jorge Luis Oviedo, quienes, además de su labor literaria, hicieron mucho por desarrollar la vida intelectual creando revistas, talleres de escritura, editoriales, grupos de teatro, etc La nueva generación parece estar tomando el relevo, como Raúl López Lemus(Sombra en el Tintero, que le convirtió en el primer hondureño en ganar el Premio Mario Monteforte Toledo de Guatemala), Kalton Harold Bruhl, miembro de la Academia Hondureña, y Giovanni Rodríguez, cuya obra Los días y los muertos (2016) causó una impresión duradera por su violencia y realismo.