33_The Thin Man, 1934 © MGM - Wikimedias Commons.jpg

De los márgenes al Nuevo Hollywood: una mente propia

Durante mucho tiempo, el rodaje tuvo lugar exclusivamente en el estudio, salvo algunas tomas destinadas a anclar la película en una realidad que, por lo demás, estaba totalmente reconstituida; el western fue, evidentemente, una excepción. En el cine, Nueva York era ante todo un estado de ánimo, desenfadado, rápido de buenas palabras y de diálogos mordaces, como El hombre delgado (W.S. Van Dyke, 1934), adaptación de Dashiell Hammett, o esa obra maestra de la screwball comedy que es His Girl Friday (Howard Hawks, 1940), agradable sátira del mundo de la prensa y de las relaciones entre hombres y mujeres, con diálogos emitidos a cien por hora. En 1948, Jules Dassin optó por rodar La ciudad sin velos -el título francés lo dice todo- en la propia Nueva York, con la ambición de ofrecer un retrato casi documental de la ciudad en el trasfondo de la trama. Se rompió el candado: al año siguiente, el musical se adueñó de la ciudad y de sus lugares más famosos -el puente de Brooklyn, Manhattan, Central Park, etc.- con Un día en Nueva York en la primera temporada de la película. - Al año siguiente, el musical se apoderó de la ciudad y de sus famosos escenarios -el puente de Brooklyn, Manhattan, Central Park, etc.- con Un día en Nueva York, en el estilo enérgico característico de Stanley Donen. Pero sólo son tímidos presagios, ya que la mayoría de los clásicos de la época siguen favoreciendo al estudio. Es el caso de Mark Dixon, detective (Otto Preminger, 1950) o La quinta víctima (Fritz Lang, 1956), una exploración con bisturí del ambiente de la prensa neoyorquina en forma de cine negro. La soltera (Billy Wilder, 1960), comedia romántica de tono agridulce, cierra de forma sublime una década rica en obras maestras, al tiempo que prefigura la escritura y las ansiedades modernas. Diamantes en el sofá (Blake Edwards, 1961) y Holly Golightly, con una deliciosa interpretación de Audrey Hepburn, tenían una melancolía similar bajo su alegre exterior. Al mismo tiempo, el cine documental ganó en importancia, allanando el camino para futuros cambios: On The Bowery (Lionel Rogosin, 1956), un retrato de la calle del mismo nombre y su cohorte de marginados y alcohólicos, fue uno de sus actos fundacionales. Con Shadows (1959), con banda sonora de Charles Mingus, John Cassavetes demostró que era posible hacer cine al margen de los grandes estudios. Su obra, caracterizada por largas secuencias alargadas casi hasta el infinito y el lugar reservado a los personajes interpretados por su esposa, Gena Rowlands, es inseparable de la ciudad de Nueva York y servirá de inspiración a muchos directores.

Los cineastas de la era del Nuevo Hollywood aprovecharon esta oportunidad para renovar los géneros canónicos del cine estadounidense. El casero (1970), de Hal Ashby, es un clásico que merece ser redescubierto, pues aborda un tema inusual para la época: las relaciones entre blancos y negros en un contexto de aburguesamiento. Martin Scorsese, que nunca dejaría de filmar su ciudad natal desde todos los ángulos y a través de los tiempos, hizo una entrada fulgurante, al son de las Ronettes y los Rolling Stones, con Mean Streets (1973), revelando de paso a Robert De Niro. Pauline Kael, que escribía entonces en el New Yorker, defendió apasionadamente a esta nueva generación de cineastas que expresaban una marcada preferencia por Nueva York, como si quisieran escapar de la influencia excesivamente restrictiva de los estudios.

Entre la desilusión y la libertad creativa

La ciudad aparece entonces como una ciudad-mundo, separada en territorios distintos, a menudo herméticamente cerrados. El movimiento hippy ha desaparecido para dar paso a un panorama desolador, por no decir apocalíptico, en el que sin embargo brilla cierta ironía, como en Taxi Driver (Scorsese, 1976), una alegoría sobre las heridas estadounidenses que dejó Vietnam y que nos lleva a recorrer los bajos fondos de esta Babilonia moderna. Nueva York alimenta entonces una especie de psicosis de seguridad, que hace que las clases más acomodadas la abandonen durante un tiempo, y que el cine recoge en Un justiciero en la ciudad (Michael Winner, 1974). Los guerreros de la noche (Walter Hill, 1979), visión fantasmagórica de una ciudad fantasmal entregada a las peleas entre bandas, o Nueva York 1997 (John Carpenter, 1981), donde Manhattan se ha convertido en una inmensa prisión al aire libre, juegan no sin ironía con las fantasías que genera una ciudad asolada por el crimen.

También florece una vena nostálgica y realista en The Lords (Philip Kaufman, 1979), sobre una pandilla de adolescentes de origen italiano en el Bronx en los años 60, o Next Stop, Greenwich Village (Paul Mazursky, 1976), que da testimonio de la época en la que la vida bohemia se instaló en Greenwich Village, antes de que los hermanos Coen volvieran a ella en Inside Llewyn Davis (2013).

Woody Allen, con Annie Hall (1977) y Manhattan (1979), su declarada oda a la ciudad, plasma con humor en el cine el Nueva York intelectual, alimentado de cultura europea y plagado de neurosis. El cine de los años ochenta reflejaba los cambios de la ciudad y de la sociedad: el cuestionamiento de los valores se veía más en comedias voluntariamente regresivas como Los Cazafantasmas (Harold Ramis, 1984), que surfeaban sobre una nueva moda del cine fantástico. Apareció un nuevo arquetipo, el yuppie, que se ve en After Hours (Martin Scorsese, 1985), enfrentado a fuerzas irracionales durante una noche de pesadilla por el SoHo, el barrio de los artistas, símbolo de una ciudad aún no domesticada; wall Street (Oliver Stone, 1987), que pretende denunciar la avaricia carnívora que campa a sus anchas en los círculos financieros, pero que sin duda desencadenará un buen número de vocaciones de trader; o Liaison fatale (Adrian Lyne, 1987), que lanzó la moda de los thrillers eróticos. Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984) no es una película de gángsters más, sino un vasto fresco, sin parangón en la época, que resucita el Nueva York de la Ley Seca. Abel Ferrara, cuyo estilo sensible y dolorosamente católico está en línea con el de Scorsese, y Jim Jarmusch fueron inconformistas antes de la aparición, a finales de la década, de un nuevo cine independiente, representado por jóvenes directores brillantes como Hal Hartley, Whit Stillman, Todd Solondz y Spike Lee, que con Do The Right Thing (1989) trazó un inventario estilizado y candente de las tensiones raciales que entonces resurgían.

Los últimos días de la discoteca (1998), de Whit Stillman, que podría describirse como "Jane Austen disco", revive el Nueva York chic de principios de los ochenta y sus bolas de discoteca, muy lejos del Brooklyn popular de Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977). Las películas populares también pusieron a la ciudad en el punto de mira, como en Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989), que anunció la próxima moda de las comedias románticas, y creó un Nueva York otoñal icónico salpicado de hojas rojas y amarillas.

El cambio de siglo

La música -el hip-hop de RZA, de Wu-Tang Clan, que pone la banda sonora- también desempeña un papel clave en Ghost Dog: El camino del samurái (1999), en la que Jarmusch cruza la obsesión del grupo por el cine de artes marciales con su propio gusto por Melville. American Psycho (Mary Hannon, 2000), adaptación del bestseller de Bret Easton Ellis, hace evidente, para quienes se lo perdieron en la película de Oliver Stone, la carga satírica contra la codicia que caracterizó los años de Reagan, que Scorsese hará a su vez en El lobo de Wall-Street (2013), contrapartida financiera de sus frescos mafiosos. Aún más sangrienta, Gangs of New York (2002), un proyecto en el que Scorsese lleva trabajando mucho tiempo, evoca el doloroso nacimiento de la ciudad, asolada por las guerras entre bandas de inmigrantes irlandeses e ingleses. No es momento de alegrías, pues Nueva York está traumatizada por los atentados del 11 de septiembre de 2001, a los que el cine volverá poco a poco en películas no exentas de una pomposidad que probablemente haríamos mal en reprocharles: cabe citar La hora 25 (Spike Lee, 2002), o World Trade Center (Oliver Stone, 2006), homenaje a la ciudad y al valor de los bomberos que trabajaron entre sus ruinas. Las películas de catástrofes o ciencia ficción muestran cierto pesimismo: en El día después de mañana (Roland Emmerich, 2004), la ciudad queda ahogada bajo las aguas tras una catástrofe climática, mientras que Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) ofrece una impactante imagen de una ciudad desolada asolada por un virus.

Poco a poco, las heridas se curan y la ciudad parece recuperar sus derechos, entre sueños y realidades. La búsqueda de la perfección -la perfección artística- y los insanos sacrificios que a veces parece requerir están en el corazón de Cisne negro (Darren Arofnosky, 2010), una espeluznante inmersión en el mundo de las primeras bailarinas, y Whiplash (Damien Chazelle, 2014), sobre la relación entre un alumno y su profesor en una prestigiosa escuela de jazz. En un tono más amable, Brooklyn Village (2016), de Ira Sachs, examina el fenómeno de la gentrificación, en auge desde finales de los años ochenta. Good Time (2017), de los hermanos Josh y Benny Safdie, acostumbrados a explorar los rincones menos glamurosos de la ciudad, capta con la energía de la desesperación, a través de la carrera de Robert Pattinson, un Nueva York que no estamos acostumbrados a ver mucho en el cine, el de los marginales, los garitos y las sórdidas salas de juego.

La ciudad que nunca duerme: la explosión de las series

La explosión de ciertas series en los años 90, que ahora forman parte de la cultura popular, parece ser un fenómeno nuevo. Friends, aunque rodada en Los Ángeles, se propuso destilar durante diez años un espíritu neoyorquino por excelencia, al estilo sitcom, como Seinfeld (1989-1998). Luego vino Sexo en Nueva York (1998-2004), un auténtico fenómeno social cuya influencia es muy difícil de medir. En el siglo XXI llegarán Louie (2010-2015), de Louis CK, cuya fantasía, libertad de tono y narrativa tienen pocos equivalentes, y Girls (2012-2017), de Lena Dunham. Neurosis, humor y cierta tendencia a la desvergüenza son los ingredientes invariables. Broad City (2014-2019), que apuesta por la crudeza de diálogos y situaciones, y Two Broke Girls (2011-2017) ahondan en esta vena cómica y sarcástica a través de personajes femeninos variopintos. Master of None (2015-2017), Bored To Death (2009-2011), sobre un joven escritor ocioso que se convierte en detective privado, o Mozart In The Jungle (2014-2018), que nos sumerge en el mundo de la música clásica con una comicidad heredada de Wes Anderson, nos dan una idea de la juventud de moda que se ha instalado en Nueva York y en Brooklyn en particular. Sólo Murders in the Building, cuyo primer episodio se estrenará en Estados Unidos en 2021, es un thriller humorístico ambientado principalmente en un emblemático edificio del Upper West Side.

Las series policiales y dramáticas no se han quedado atrás en esta explosión sin precedentes, ya que el formato amenazaba con caer en la rutina y la falta de progresión dramática en la línea de CSI Manhattan, NYPD Blues, Nueva York o Unidad Especial.

Mad Men (2005-2015) es quizá la serie que más ha contribuido a renovar el formato de arriba abajo: durante siete temporadas, resucita el Nueva York de los años 60 en modo mitad fantasía, mitad verdad histórica, repasando con brillantez los cambios en la sociedad de los que fue testigo la ciudad a través de los ojos del publicista de Madison Avenue Don Draper. Entre las series mainstream, Gossip Girl (2007-2012), la adaptación de una novela para jóvenes adultos que permite echar un vistazo a la vida cotidiana de la juventud dorada del Upper East side, parece calibrada para ser el placer culpable por excelencia, revelando entretanto un sinfín de jóvenes protagonistas. Entre ellos, un tal Penn Badgley, que interpretó a un coqueto librero en You, producida por Netflix, que en realidad esconde a un peligroso psicópata.